Puse, después de mucho tiempo, un CD que escuchábamos en Austria en el auto cada vez que subíamos la montaña donde mi vieja trabajaba como instructora de esquí, manejando por la ruta que llevaba por una parte lateral de la montaña, ya que en la parte frontal de la misma sólo subía las góndolas. Eran aproximadamente las 8 de la mañana, o antes, cuando nos encontrábamos en ese caminito ascendiendo. Claramente estaba cansada cada vez, pero al mismo tiempo no podía evitar sentir una cierta emoción sabiendo que podría esquiar todo el día. Esa montaña era mi hogar desde que tenía recuerdos y sentía que la conocía de memoria, más que muchos. Venían miles de extranjeros cada día, de Italia, Eslovenia, Ingleses, españoles, franceses. Esa gente casi siempre le tocaba a mi vieja ya que ella sabía hablar más idiomas que la mayoría de los instructores. Incluso si no sabía el idioma, de alguna forma podía arreglárselas para ser adorada por sus alumnos, desde niños de 5 años hasta gente mayor de 80…creo que le llegó a tocar de todo tipo y gusto jaja. Y toda esa gente venía y se iba, pero pocos se quedaban. Estaban los instructores, de los cuales también eran pocos los que trabajaban varios años consecutivos ahí. La mayoría dejaba luego de un par de temporadas para buscar otros trabajos o irse a donde sea que la vida los llevaba. Pero aquellos que quedaban, sea instructores, los de la administración, los dueños de los restaurantes y bares de la montaña, como los que manejaban las sillas y las góndolas, eran, para mi, mi familia. Ellos claramente también conocían la montaña de memoria, pero siempre tuve la duda si la conocían de la forma que yo sentía que la conocía. Sí, era chica, y la imaginación es amplia a esa edad. Pero más allá de todo, aún hoy estoy segura que esa montaña era mi hogar. No porque fuese un centro de esquí importante ni grande, al revés, era un milagro si pasaban un invierno sin tener que usar los generadores de nieve artificial. Pero aún así hubo inviernos en los que la nieve onda era una cosa inexplicable, la nieve virgen como nunca y yo buscando los lugares menos explorados de la montaña.
Pero las temporadas eran largas, los días eran largos. Cuando se tiene algo desde siempre, uno se imagina que nunca lo va a perder, más aún a esa edad, y no le da mucha importancia o mucho valor, sobre todo cuando se hace repetitivo. Y año tras año era lo mismo. Ir siempre que podía a la montaña. Sea con mi vieja a la mañana y volviendo al atardecer, o yendo sola después del colegio para encontrarme con ella o con amigos. Llegar hasta el centro de esquí, lo que para la mayoría suele ser toda una aventura, para mi era como pisar mi segundo hogar. Y sinceramente me encantaba esa sensación, de sentir que esa montaña era más mía que de la mayoría que me rodeaba. Nunca decía nada, pero sentía que las góndolas me conocían, sentía que el viento fresco que entraba por las ventanas abiertas de la góndola me era totalmente familiar. Las tormentas me divertían porque traían un cambio, y con él, diversión. En esos momentos generalmente esquiaba hasta el último momento, hasta que definitivamente paraban todas las sillas debido al viento. Era una sensación agradable quedarme sola en una silla para 4, en las sillas de adelante y atrás nadie, en las pistas nadie, y la silla parada por media hora o más siendo movida por el viento de un lado al otro. Yo me ponía a cantar, a hablarle a la montaña, a la silla, a mis esquís, o lo que sea que se me antojara. No niego que puteaba de vez en cuando, y que me moría de frío debido a la nieve y el viento y encima sin poder moverme por largos trechos. Pero más allá de eso, confiaba en la montaña, en las tormentas, en las sillas, en los que manejaban las sillas. Y la emoción de bajar pistas y pistas enteras sin un alma a la vista, con el viento empujándote de atrás y moviéndote sin ningún esfuerzo, la niebla y la nieve y la luz plana cegándote totalmente…eran momentos únicos, suicidas pero ciertamente fascinantes.
Pero sino, aparte de esos momentos de emoción, como dije antes, los días se hacían repetitivos. Al principio, los primeros años, mi vieja o yo misma me metía en cursos de esquí, con tal de tener algo de variación y sacarme la fiaca de esquiar. Pero con los años hasta los cursos se volvieron repetitivos, y pocas veces sentía que aprendía algo nuevo. Las pistas ya las conocía de memoria, los fuera de pistas también (aunque cada tanto trataba de inventar uno nuevo), los saltos ya no tenían la gracia del principio (aunque había un salto que siempre me dio miedo. Una vez lo hice, sin velocidad, simplemente dejándome caer desde arriba como un metro y medio, y claro que aterricé a lo bruto, parada, pero sintiendo el impacto en las articulaciones y columna. No me había puesto a pensar que esos saltos no estaban para hacerlos sin velocidad, pero por otro lado tampoco parecía así ya que después del salto no había ninguna pista, sino que se cruzaba perpendicularmente un caminito, por lo que automáticamente después del salto tenías que doblar o te llevabas puesto un árbol. Pero si venías con velocidad y agarrabas ese salto, el impulso te llevaría tan lejos que terminarías con suerte al límite del camino sin poder frenar a tiempo, o con mala suerte ya fuera de él…y doblar en el aire es una cosa que se ha catalogado como imposible. Entonces, en definitiva, nunca entendí cómo era posible hacer ese salto sin matarse. Hoy en día, pensándolo más objetivamente, supongo que no estaba pensado para ser un salto. Era simplemente una casita de la estatura de una persona, semi-metida en el lateral de la montaña (debido a la inclinación quedaban a la vista solo el techito, la puerta, y los laterales de la casita, no más de un metro y medio de profundidad, semi a la vista, siendo tapados parcialmente por la montaña misma) cuyo techito quedaba tapado por nieve dejando a la vista solo el frente de la casita (obvio que no era una casita, supongo que sólo servía para guardar elementos). Y si uno venía desde arriba podía tomar tranquilamente el techito como si fuese parte de la montaña, aunque obviamente nadie lo hacía porque era medio suicida. Encima por arriba pasaba una silla, y supongo que cualquiera era lo suficientemente inteligente como para no querer hacerse el vivo. Aunque sí hubo siempre huellas en la nieve sobre el techito, o sea que había más locos de lo que creía posible.
Como decía, retomando, las pistas ya no eran un reto para mí. Me parecían cortas, fáciles y encima plagadas de gente. Había aprendido a esquivar muy bien a la gente a altas velocidades, y con el tiempo se volvía incluso algo interesante. Debía calcular los movimientos de los que estaban por delante, tratando de ver cuándo doblarían, cómo doblarían, teniendo en cuenta si eran principiantes o conocedores, las distintas velocidades, posibles caídas, si venían en esquí o snowboard (muy distintos movimientos), si tenían chicos o estaban en compañía, si venían haciendo curvas amplias o cortas, si venían solos o en fila uno atrás del otro…muchas cosas a tener en cuenta cuando uno viene a una velocidad mayor…lo más que se permitía por la cantidad de gente y lo corto de las pistas. Todos los días sucedía algún accidente. Muchas veces los snowboarders se llevaban puesto a algún esquiador y alguno terminaba en el hospital. O sino se quebraban solitos, pero los casos de los snowboarders alocados eran bastante comunes. A veces me sentía identificada con ellos porque eran los que más se me asemejaban en tema velocidad y locura al esquivar a la gente. Realmente me parecía emocionante, aún sabiendo lo peligroso que era. La única diferencia que veía era que yo no me había llevado puesto a ninguno aún.
No me molestaba para nada estar sola. Podía hacer lo que se me antojaba. Cada tanto parada en un resto o bar a comer o tomar algo, o sino iba al centro de los instructores donde a la mañana dejaba mi mochila y mis cosas. Obviamente no siempre compraba comida ahí. La mayoría de las veces me llevaba sándwiches de casa que después comía en el playroom donde muchos de los instructores iban al mediodía con los grupos de chicos que se llevaban la propia comida, mientras otro de los instructores se llevaba al resto que compraba comida en algún bar. Ese playroom era un placer cuando el esquiar se me tornaba aburrido. Ahí había juegos, sillones, mesitas, instructores que entraban y salían con los que me quedaba hablando o escuchando sus conversaciones (a sólo una puerta del playroom estaba el vestuario con los lockers de ellos. No era realmente un vestuario porque no se cambiaban. Simplemente tenían lockers donde guardaban sus esquís y pertenencias) pero creo que lo que más hice en ese playroom fue dibujar. Tenían hojas enormes (en ese entonces los veía enormes, hoy pienso que deben haber sido A3 xD) y tenían tooodas las 4 paredes, en la parte superior nomás, para colgar los dibujos de los chicos que pasaban por ahí al mediodía con sus instructores. Como yo cuasi vivía ahí adentro y me encantaba dibujar y tenía tanto tiempo al pedo, había muuuchos dibujos míos ahí jaja. Como dicho entonces, el playroom era un placer…cuando estaba vacío. Pero al mediodía, cuando venían las bandas a almorzar, yo me tomaba mis sandwichitos y me iba afuera al bosque que estaba en frente que llevaba cuesta abajo (por ese bosque subía la ruta que tomábamos con el auto, como 40 minutos de viaje) o me iba por un caminito al lado del edificio cuesta arriba y me sentaba en el techo del edificio, teniendo a la vista toda la montaña con un par de pistas. Ese lugar en el techo después se hizo mi especie de refugio en la montaña. Me podía pasar horas ahí, por varias razones. Primero, el techo era plano y enorme. Segundo, estaba lleno de nieve que encima se acumulaba porque no pasaba nadie por ahí. Tercero, se podía tener una vista espléndida de la pista más cercana, del camino que llevaba hasta el edificio, de la gente que venía e iba y del laguito que estaba por ahí en alguna parte. Cuarto, había paz. Quinto, se podía tirar buenas bolas de nieve hacia los grupos de chicos que almorzaban en los bancos de afuera, a varios metros por debajo de donde estaban nosotras. Quinto, era para nosotras (una amiga y yo) nuestro lugar secreto y sagrado.
Esa chica también era hija de una instructora de esquí. Tenía mi misma edad, y estaba más o menos en la misma que yo. Nos llevábamos re bien y nos entendíamos perfectamente. Nos las pasábamos días enteros juntos, temporada tras temporada. Lo divertido era que durante el verano nunca nos veíamos. Solamente en la montaña nos encontrábamos, cada temporada, y nos sorprendíamos de nuestro mutuo crecimiento. Con ella podíamos divertirnos tanto en las pistas. Ella con su snowboard, yo de vez en cuando con esquí, de vez en cuando con snowbard, dependía de las ganas que tenía ese día de hacer una cosa u la otra. El snowboard me parecía más divertido únicamente porque no lo manejaba tan bien y lo veía como un desafío y algo distinto.
Pero con ella también nos aburríamos bastante, así que cruzábamos la ruta que llegaba desde el pie de la montaña hasta el centro de esquí, y nos subíamos a un mini cerrito que había ahí, de pocos metros de altura, desde el cual nos lanzábamos patinando hacia abajo, volvíamos a subir, y de nuevo, hacia abajo. Claro que en este caso, con el traste en el piso y sin esquís =P En ese cerro nos quedábamos horas también, inventando juegos, hablando, o escondiéndonos y observando a la gente que pasaba, riéndonos si eran instructores que conocíamos. Del otro lado del cerrito seguía el caminito que tomaba una curva ahí, y cruzando esa segunda parte del caminito, se llegaba al bosque bosque, que iba cuesta abajo…y bastaaaante inclinado. Había árboles por todas partes, pero sino nada, la cuesta bastante empinada nomás, y nieve muuy onda. Ahí nos gustaba explorar todo lo posible. Creíamos ver osos dormidos o muertos debajo de una pila gigante de ramas, veíamos conejos corriendo por la nieve (lo del oso obvio que dudo que haya sido cierto, aunque en ese momento las dos salimos corriendo gritando y yo hubiese jurado que era cierto haber visto lo que vimos, aunque después a ambas nos parecía una locura, pero los conejos y las ardillas las veíamos realmente porque son comunes). Una vez, a mi insistencia, decidimos ir cuesta abajo, sabiendo todo el esfuerzo que nos costaría volver a subir. Teníamos todo el día por delante y estábamos sin ganas de esquiar. Queríamos explorar el bosque y ver si encontrábamos algo interesante. Total, nadie nos buscaría durante el día pensando que estaríamos rondando por ahí (cosa que era cierta, “por ahí” en la montaña podía ser cualquier parte). Descendimos por mucho tiempo, patinándonos bastante o golpeándonos contra ramas o piedras escondidas bajo la nieve. Ella quería volver pero yo le seguí insistiendo. De repente llegamos a una casita, una cabaña que por su tamaño no daba abasto para más de una cama, una mesa, una mini cocina, un baño y listo. Estaba hecha a mano, rústicamente, y dudábamos de si esa cabaña estaría abandonada o no. La primera vez que la vimos, del espanto y el miedo que nos produjo, gritamos al unísono y emprendimos el regreso…corriendo. Intentábamos correr al menos. Le teníamos pánico a la casita. Parecía abandonada y embrujada, aunque no tenía un aspecto tan malo. Era sólo que encontrarla tan lejos de cualquier civilización nos producía una cierta incomodidad. Con la nieve onda, las botas d esquí o snowboard, la inclinación, las ramas, los árboles, las piedras, y el largo del trecho que teníamos que subir…estábamos totalmente desesperadas. Teníamos miedo en serio de que saliera algún loco a seguirnos, y nos sentíamos tan lentas que estábamos seguras que nos alcanzaría y nos mataría. Una vez que llegamos arriba, totalmente agotadas, no queríamos volver nunca más ahí. Claro que la intriga era más grande que cualquier temor, así que nos volvimos a meter ahí muchas veces más, aunque nunca se nos fue la sensación del miedo e incomodidad. Llegamos a acercarnos a la cabaña, tratar de espiar por agujeros de la madera, llegar a reconocer que había una cama, una cocina, una mesa, etc, pero cero señal de vida. Mucho no se veía igual. Parte de la cabaña era una especie de establo muy pequeño, oscuro, la madera de las paredes de mucha peor calidad y dejando muchos espacios para espiar. Había cofres adentro, de los antiguos, y nuestra intriga era enorme a su vez que el miedo nos espantaba. Intentábamos inútilmente abrir la puerta del establo, incluso a las patadas (sí, admito que pateé la puerta mil veces con las botas de esquí….la madera no era muy resistente, o no lo parecía al menos. La puerta en sí no era lo más resistente, y si hubiésemos insistido, con el tiempo tal vez lo hubiésemos logrado, pero la verdad es que teníamos muchísimo miedo. Miedo que nos descubrieran, miedo que si alguien realmente venía ahí de vez en cuando y viera eso así, podría de alguna forma encontrar evidencia nuestra, seguir nuestros pasos hasta el centro de esquí, miedo al interior de los cofres, al interior del establo en general ya que la oscuridad seguía siendo importante y no veíamos todo adentro.) Al final, el miedo nos venció y tratamos de no acercarnos más a esa casa, no bajar más la ladera porque realmente era insoportable querer escapar y subir, y ver que se hacía tan difícil…era desesperante. Y a mí personalmente, cada vez que pisaba ese bosque, me agarraba una sensación incómoda, como si hubiera algo en ese bosque que no me gustara. Tal vez era la paranoia por la cabaña, o el silencio enorme…no sé, pero con el tiempo dejé de ir tantas veces a ese bosque.
No hay comentarios:
Publicar un comentario