viernes, 28 de septiembre de 2012

El chico del árbol




A veces siente nostalgia cuando piensa en su adolescencia, pero también le trae una cálida sensación de alegría. Se sentía tan grande, y a su vez era tan chiquita. Y lo mejor de todo era que sabía que era chica, pero se sentía muy adulta a pesar de ser chica. Ella supone que es una cualidad que guarda hasta el día de hoy.

Vivía cada día a pleno, disfrutaba de sus actividades, y sobre todo, tenía un futuro armado en su cabeza, mientras que a su vez fantaseaba con todas las posibilidades que se le presentaban.

Cada día cuando iba al colegio, podía sentirse dichosa con el único fin de verlo. Sabía que no le quedaba mucho tiempo, pero quería disfrutar el poco que le quedaba. Lo había conocido cuando él estaba a mitad de su anteúltimo año, y cuando uno no quiere que pase, el tiempo vuela como nunca.

Lo extraño es que hoy en día no recuerda cómo empezó a hablar con él. Sólo tiene la imagen de él sentado en el jardín del colegio, apoyado contra un árbol, leyendo. Siempre leyendo. Era alto y flaco, pero con una espalda ancha. Su cabello castaño oscuro solía estar un poco desordenado, y como se lo dejaba un poco más largo, quedaba aún más despeinado. Pero ese aspecto era el que le gustaba a ella. Lo veía distinto a los demás. Siempre tan calmado leyendo, apoyado en el mismo árbol. Era alto para su edad, y su carácter tranquilo y serio lo hacía parecer más grande de lo que en realidad era.

Todos los días lo buscaba en los recreos, y si podía escaparse en medio de una clase, también aprovechaba para ver si él estaría ahí contra ese árbol. Ella generalmente era una chica tímida que no se animaba a hablarle a los chicos así porque sí, y menos demostrarle a alguno que estaba interesada en él. Pero con este chico era distinto. No le importaba qué podría llegar a pensar él de ella ni de sus sentimientos hacia él. Tampoco le importaba ser rechazada. De hecho no tenía mucha esperanza debido a la diferencia de edad que a esa altura era bastante, pero aún así una pequeña llama de esperanza flameaba en su interior, por lo que nunca se rendía ante su frialdad.

No era que ella lo persiguiera o acosara. O tal vez él lo veía así, pero tampoco hacía mucho para evitarla. Ella siempre pensaba que si tanto le molestaba, podría no aparecer en el mismo árbol, podría esconderse de ella, buscarse otro lugar ya que el colegio era lo suficientemente grande como para no ser encontrado si no quisiera. Pero sin embargo él no se alejaba, ni se escapaba de ella, por mucha cara de molestia que pusiera. Entonces ella lo seguía buscando, y se sentaba a su lado a acompañarlo, y él la dejaba.

No sabía de qué hablarle, y sin embargo siempre encontraba algún tema, y de alguna forma que ni siquiera ella entendía, terminaban hablando y riéndose. Ella era bastante más chica que él, y sabía que los compañeros de él seguramente se reían de ella, y no creía que él la defendería tampoco. Ella conocía su vergonzoso lugar de chiquilla enamorada, y sin embargo no le importaba cómo quedaba ante sus propias compañeras ni ante los compañeros de él. Él la trataba bien, por mucho que a veces la cargara y le demostrara su molestia, la trataba bien y era extremadamente amable con ella y eso era lo único que le importaba.

Día tras día lo buscaba, y lo encontraba sentado bajo el mismo árbol, con la misma calma. Su corazón se alegraba cada vez que lo veía. Todos los demás desaparecían para ella, y sólo lo veía a él. Se despedía de sus amigas, y corría hacia él para sentarse a su lado. Y así pasaba el tiempo sin que se diera cuenta. Cuando estaba con él, el tiempo dejaba de existir. Simplemente no le importaba más nada, sólo su presencia. Por muy vergonzosa que fuera en otros casos, frente a él actuaba libremente, lo hacía reír, le agarraba las manos, le hacía dibujos. Por muy tonta que se sentía, incluso le regalaba dibujos que había hecho para él. Cuando aún no sabía cómo se llamaba, le había puesto un sobrenombre que siguió usando aún una vez averiguado el nombre. Ella sabía en el fondo de su corazón cuán lejos se encontraba él de ella, y sin embargo disfrutaba esos momentos tan especiales con él. Sabía que serían momentos que nunca olvidaría.

Y así pasaron los meses. Con el tiempo descubrió que compartían un amigo de la misma edad de él, un compañero de clases. A su amigo lo había conocido ella en un curso de astronomía y se habían llevado bien desde el primer momento debido a compartir varios gustos y formas de ser. Resultó que él estaba bastante amigado con el chico misterioso del árbol, y varias veces acompañó a su amigo al curso de astronomía, por lo que los tres se pasaban horas hablando de la vida bajo el cielo estrellado. Ella era feliz así, en esos momentos a solas con él, o incluso cuando se encontraban los tres. Sabía que era una situación milagrosa que se diera todo tal cual se estaba dando. Sabía cuán afortunada era.

Él le daba mucho, a pesar de la distancia que mantenía. Por muy frío y distante que actuara a veces, accedía a los encuentros, a las charlas, al contacto. Participaba de los silencios, de las risas, de los chistes. Participaba del juego que se había generado entre los dos. Ella, conociendo los límites pero aún así siendo feliz con lo que recibía. Él, sabiendo lo que le pasaba y aceptando el cariño que venía de su parte. Era un juego entre los dos que sólo ellos conocían y entendían. Nunca tuvieron que mencionarlo ni darse explicaciones. Él sabía lo que a ella le pasaba, y ella sabía que él sabía y que ahí estaba el límite que no podría cruzar jamás. Muchas veces se miraron sin palabras, y ambos sabían, y ambos se aceptaban. Hoy en día ella cree que había cariño de ambas partes. Ella cree (o decide creer) que él a su manera la quería y que en el fondo agradecía el cariño que ella le daba sin esperar nada a cambio. Y ella también sentía que a él le hacía bien ese cariño, por lo que nunca dudó en dárselo.

Y así pasaron 6 meses, y luego otro año. Él se graduó, ella siguió en el colegio. El contacto se perdió ahí, pero de alguna forma ambos se habían acompañado durante esa etapa. Habían sido encuentros fugaces, momentos que habían pasado demasiado rápidos como para darse cuenta que el tiempo pasaba.
Hoy en día ella recuerda esos momentos. Sabe que él seguramente ya se habrá olvidado hace mucho de toda esta historia. Pero ella no lo olvida, ni olvidará jamás cómo la hacía sentir. Y así ella se despide de las estrellas y de los recuerdos que estas suscitan en ella, y su corazón nuevamente se cierra a esa parte de su pasado. 

domingo, 23 de septiembre de 2012

¿?




Pensarme, soñarme, encontrarme, perderme.

¿Qué camino me espera? ¿Que futuro se acerca?
¿Qué decisiones tomar? ¿Qué buscar? ¿Qué sentir?
¿Hacia dónde caminar? ¿Qué esperar?
¿Dónde buscar? ¿Dónde arrancar?
¿Cuánta paciencia tenerme? ¿Cuándo rendirme?
¿Hasta dónde luchar? ¿Hasta cuándo pelear?
¿Dónde está el límite de mi alma? ¿El límite del dolor?
¿Dónde está el límite del silencio?
¿Dónde termina el cuerpo?
¿Qué lugar? ¿Qué momento?
¿Cuán lejos estoy de la inminente locura?
¿Cuánto vacío hay? ¿Cuánto espacio hay?
¿Cuánto tiempo pasará?

Sentirme, dejarme, olvidarme, recordarme.

¿Cuándo sentir? ¿Qué sentir?
¿Qué es real? ¿Qué es ficción?
¿Cuánto durará? ¿Cuánto duraré?
¿Cuándo vendrá? ¿Cómo encontrar?

Lucharme, morirme, despertarme, dormirme.
Cantarme, sonreírme, moverme, callarme.

Llorarme.

Vivirme.

martes, 4 de septiembre de 2012

La prisión del silencio




Uno a veces no se da cuenta cuánta importancia pueden tener las palabras…muchas veces se dice, y me incluyo, que el silencio expresa tanto más que las palabras, que el silencio expresa todo lo que queremos decir, que el silencio es la mejor expresión. No sé cuánto realmente pensamos en esta idea, o cuántas vueltas le hemos dado a la misma, o cuántos posibles escenarios nos hemos podido imaginar antes de llegar a esa conclusión…o si acaso no hacemos más que repetir lo que otros han dicho.

El silencio no puede expresarlo todo, no puede decirlo todo…de la forma más cruda me enteré de esta misma (mi propia) realidad. Evidentemente hay momentos donde las palabras hacen falta, y no sólo cualquier tipo de palabras, sino las palabras correctas. Y cuando faltan, cuando no hay manera de expresarlas por mucho que uno quiera e intente, la frustración es insoportable.

Decir que el silencio dice más que mil palabras pueden decirlo aquellos que han tenido la posibilidad de decir mil y más palabras. Han podido expresarse toda su vida, siempre han sido comprendidos en menor o mayor medida. Por eso, cuando se tiene algo en exceso, evidentemente es fácil imaginarse que la ausencia del exceso debe ser muchísimo más valioso que lo que se tiene…así como el hombre tantas veces va en búsqueda de aquello que no tiene, y cuando lo tiene (y por lo tanto ha dejado lo anterior), extraña lo anterior.

Estar encerrado en un cuerpo que no puede expresarse… ¿cómo se sentirá? Creo que ninguno de nosotros, personas sanas, podemos imaginárnoslo. No hay forma de que podamos comprender lo que puede significar no poder hablar, ni escribir, ni leer…tan sólo entender todo lo que te dicen, pero no poder dar ninguna devolución, porque incluso tu cuerpo está tan paralizado que no puede responder como quisieras. Dolor, angustia, muchísima frustración…palabras tan débiles para describir esa sensación horrible de estar encerrado en un cuerpo que ya no hace lo que uno le indica. Cuando la propia limitación de la piel puede ser más asfixiante que una prisión…Ver el mundo que pasa por fuera tuyo, y no poder ser parte de ese mundo. Es ahí donde te das cuenta que la comunicación hace a la relación, y que sólo mediante un armonioso interjuego entre palabras y silencio puede haber una verdadera interacción entre seres humanos.

Y evidentemente la frustración e impotencia al enfrentarte a una persona así…sentir que nada de lo que puedes hacer va a ayudarle a expresarse mejor. Y que por mucho que el otro lo intente, no lográs comprenderlo. Estudiás una carrera que trata de empatizar con el otro, lograr comprenderlo, ponerte en sus zapatos, y de un minuto al otro te das cuenta que frente a esta situación podés tirar todo ese conocimiento, toda esa teoría, al tacho. Porque no aplica. No aplica cuando no conocés a la persona lo suficiente como para poder interpretar los pocos gestos que logra hacer. No puedes saber lo que quiere, lo que piensa, lo que siente. Tan sólo puedes verle la mirada de sufrimiento luego de inútiles esfuerzos de transmitir aunque sea una palabra…y ese momento crucial donde se da cuenta que no puede, y que nunca podrá. El silencio que se produce después de un momento así es el peor silencio que llegué a experimentar hasta ahora. Es un silencio denso y doloroso, que llega hasta lo más profundo del alma. Es un silencio que milagrosamente sí puede interpretarse y te dice de la manera más cruel que no hay comunicación, a pesar de un desesperado intento de ambos.

Pocas veces llegué a sentir tanta impotencia en mi vida. Pocas veces me sentí tan inútil y tan torpe con mis intentos de comunicación como frente a una persona incapaz de comunicarse. Pocas veces me sentí tan pequeña, y tan frustrada en ese cuarto lleno de silencio. Pero sobre todo, pocas veces mis palabras han sido tan superficiales e inexpresivas, incomunicantes, como las que expresé en esa situación. Yo, con el poder de la palabra en mis manos, con plena capacidad de decir lo que quisiera, no fui capaz de generar una comunicación agradable y útil en esa situación. Fracasé en todos mis intentos de generar comunicación a través de la incomunicación. Pero sobre todo fracasé en mis intentos de comprender la mínima comunicación que me llegaba del otro lado.

Pero si hay algo que pude aprender, o mejor dicho notar de todo esto, fue la gran capacidad del ser humano de empatizar. Por muy difícil o casi imposible que es ponerle palabras que describan esos momentos, creo no equivocarme al decir que lograba sentir el dolor ajeno…lograba vivir la misma frustración e impotencia que estaba sintiendo el otro. Pero me di cuenta que manejar esa empatía sin derrumbarse uno mismo es dificilísimo. Se siente tanto dolor, y a su vez tanto miedo al lograr sentir lo que el otro está sufriendo, que parece superar la propia capacidad de aguante y se teme la propia caída. Por eso comprendí a la perfección cuando me dijeron que pocos van a visitar a personas en estados similares por no querer enfrentarse a un posible futuro semejante. Y no sé si es realmente eso, o simplemente la incapacidad de manejar ese inmenso peso que recae sobre uno cuando logra sentir empáticamente en carne propia el enorme sufrimiento ajeno.

Siento nuevamente, como tantas veces, que he puesto un bloqueo frente a esa experiencia. Por eso se me hace tan difícil en este momento revivir esos momentos para poder plasmarlos por escrito. Es como si recordar fuera demasiado doloroso para manejarlo, por lo que mi memoria gira alrededor de un agujero negro al que no puede acercarse, porque cada vez que se acerca, pierde su dirección y ya no sabe hacia dónde se dirigía. Es una lucha constante contra las propias defensas, que uno quiere derribar suavemente, una por una. Es decirse a uno mismo “sé que me querés proteger, sé que me estás cuidando, pero por favor, déjame ser libre, déjame sentir y experimentar todo aquello que sé que se encuentra en mí.”

Pero evidentemente es una lucha que sólo yo puedo ganar y poco a poco permitirme sentir. Y mientras tanto intentar recordar cómo sentía la impotencia en la mirada del otro, cómo captaba el dolor, y cómo su dolor se mezclaba con mi dolor y mi impotencia, y como los dos sucumbíamos al silencio porque simplemente…no nos quedaba otra.