viernes, 4 de abril de 2008

Alba














En las horas del alba, allí cuando el sol no está ni escondido ni asomado, tan sólo se mueve lentamente por el horizonte, aquella línea divisoria que separa, aparentemente, el cielo de la tierra. En aquellas horas la luz tenue ilumina las huellas del camino, deja que las piedras de la ruta formen su pequeña sombra dándole a la tierra un aspecto de tablero de ajedréz nuevo y distinto, único. Sombra, luz, sombra luz.

El viento aún duerme en aquellas tempranas horas de la mañana, cuando ni todo duerme, ni todo amanece. La calma anuncia su presencia, las olas encuentran su lugar en la arena. Y los pies del caminante siguen su camino, avanzando lentamente sobre aquel diverso tablero de ajedréz. Sombra, luz, sombra, luz. Y deja que su piel roce los prados, como si fuese un simple juego: me elevo, me afirmo y me vuelvo a elevar. Aquel intercambio entre tierra y hombre parece una danza, a veces cede uno, a veces el otro. No hay palabras que desarmonizan el ambiente tan sólo suspiros que acompañan el cantar de los pájaros que vuelan en lo alto.

No hay prisa ni demora, no hay orden ni desorden. Todo tiene que ser como es, todo tiene que estar donde está. No hay necesidad de cambiar, ni de pensar en un por qué. Tan sólo es, porque decidió ser.

Y allí, en lo alto de la montaña, nace una flor, y el tiempo se detiene.

1 comentario:

Matías Miguel Roude dijo...

Cuando podes estar embebida en la tierra, sea rio, montaña, valle, planicie. Y el ruido humano no sea percibido. Cuando sentis que el "tiempo" carece de sentido práctico, como las palabras y descubras que no hay más división en el horizonte que un leve cambio de colores. Entonces te das cuenta que las cosas siempre estuvieron en su lugar correcto. Los únicos que hacemos mal, somos nosotros.

Siempre hay esperanzas.