La vida es tan impredecible. Cuando más uno piensa manejarla y conocerla, más te das cuenta que en realidad no manejás absolutamente nada más que tu propia sonrisa. Es como vivir todos los días yendo por el mismo camino hasta que de repente, el día menos esperado, te das cuenta que cambiaste de rumbo y no te enteraste hasta que no llegás a un lugar totalmente desconocido y te detenés a observar a dónde has llegado.
Cada día me levantaba con una idea. Una idea de quién era, de dónde venía, de cómo debía comportarme, de quiénes eran mis amigos, hacia dónde iba a ir ese día. Todos los días armaba un plan, eligiendo qué vestir, qué decir, cómo ser. Sabía que así llegaría a ser alguien. Hacer lo que todos hacen. Estudiar, ir a la facultad, tener muchos amigos, vestirme y lucirme bien, hacer algún tipo de deporte, recibirme, trabajar. Y sobre todas las cosas, ser la mejor en todo lo que hacía. O si eso no era posible, al menos ser lo mejor que puedo ser y demostrarme a mí misma que soy capaz.
Generalmente siempre pude. Más allá de los miedos y las inseguridades, cuando empezaba algo lo terminaba, o si no lo terminaba al menos tenía una razón lo suficientemente válida para no sentir que fallé. Y tal vez nunca haya fallado en las cosas que me propuse. O tal vez sí, pero no lo haya querido reconocer.
Sólo sabía que estaba encaminada, que tendría una vida digna, con un título y un laburo digno de admirar.
Pero como sabemos, la vida no siempre resulta como uno quisiera o imagina. Los accidentes pasan, y de repente te encontrás en una isla desconocida y te das cuenta que todo lo que pensabas tener en realidad fue sólo un sueño que algún día se terminaría. O tal vez ese accidente nunca pasó sino que uno mismo giró el volante para tomar la ruta hacia lo desconocido y recién después de muchos kilómetros te detuviste al darte cuenta que ya no tenés todo aquello que siempre tuviste.
Todos los días caminamos con una mochila colgada de nuestra espalda que lleva todos nuestros recuerdos, deseos, sueños, enojos, aprendizajes, y aspiraciones. Esa mochila puede modificarse y aumentarse, pero pocas veces disminuye si no hay un cambio significativo que provoque esa disminución.
Sin embargo existen esos momentos decisivos en los que uno se vuelve “loco” y tira toda esa mochila a la basura y sale corriendo riéndose de la travesura. Y empieza a caminar en dirección opuesta, chocando con todas las personas que siguen el flujo normal de la vida y te critican por impedirles la trayectoria recta que tienen trazada en la mente. Y al darte cuenta que ya no tenés destino ni rumbo y que todos, incluso las personas que te conocen, te empujan hacia atrás, el primer impulso te hace retroceder y te dejás llevar un poco por la corriente arrepintiéndote de haberte despojado de todo aquello que te representaba y definía.
Y en algún momento el flujo de gente te empuja hacia un costado y quedás fuera del tránsito de la vida, y así como te empujaron y te caíste al piso, ahí te quedas, viendo cómo la vida sigue delante tuyo sin detenerse. Ya no te reconocen, y los pocos que te miran lo hacen con lástima o incluso disgusto porque te ven como un fracasado de la vida al no haber podido mantener el ritmo esperado. Y tirado allí te ponés a pensar en la mochila que tiraste, en todas tus pertenencias, tus recuerdos, tus deseos, tus sueños, y lo ilusorio que fue el futuro que te imaginaste. Y la ironía de la vida te causa gracia, y tu propio patetismo te hace reír.
Pero de repente te agarra nostalgia por todo aquello que perdiste, sobre todo al darte cuenta que cae la noche y ya no tenés hogar al que regresar, ni brazos que te sostengan, ya que vos mismo decidiste tirar todo. Cae la noche y terminás llorando a mares, ese llanto vergonzoso que nadie quiere escuchar. Y te vienen a callar diciendo que total fuiste vos solito el que tomó la decisión de tirar todo lo que habías logrado, y vos encima le das la razón y sólo le confirmás que sos un desastre.
Y en esa noche que para vos dura una eternidad recordás todo lo que fuiste y creías ser, y entre suspiros y lamentaciones empezás a ver que de todo aquello no quedó nada. Y en un charco que se formó delante tuyo (ya que encima hace rato se largó a llover y recién te das cuenta) ves el reflejo de alguien sin destino cuya mirada tan sólo expresa desesperación y miedo. Al darte cuenta que sos vos, vuelve el ataque de llanto sumado a un estado peligroso de desesperación en el que sos capaz de regresar a buscar tu mochila y volver a colocártela como si nada hubiese pasado.
Pero en el mismo momento que se te ocurre esa loca idea, ves un pequeño destello en ese mismo charco que venías observando y al mirar al cielo ves que ese destello proviene del reflejo generado por una estrella que a pesar de la lluvia logró encontrar su camino a través de las nubes, para reflejarse en el charquito y luego ser descubierto por vos y nadie más que vos.
Es en ese momento que te olvidás de la mochila y todo lo que representaba, te olvidás de la vida que tuviste y la que pudiste haber tenido, y te levantás de entre toda la mugre que se fue acumulando y empezás a caminar, obviamente sin rumbo, hacia lo desconocido. Tenés frío, estás sólo, sucio y sin fuerzas. Tampoco sabés a dónde ir, pero al menos decidiste caminar.
Por primera vez sos capaz de caminar sin ser llevado por las masas. Caminar en círculos, en zig-zag, hacia atrás, dando saltitos, rápido, despacio, corriendo y después de un rato reconocés que te sentís mucho más liviano sin la mochila. El peso que llevabas desapareció, y aunque dentro tuyo sigue habiendo un vacío amenazador que parece comerte por dentro, decidís volver a emprender algún camino, con la diferencia que esta vez irás a donde vos quieras, y no a donde el resto te obliga a ir.
¿Cuántas veces morimos en una vida? ¿Acaso realmente después de cada muerte se puede hablar de un renacimiento? ¿Volvemos a renacer luego de cada fracaso o cambio de vida que sufrimos? ¿O será que aquello que murió permanece muerto, y tan sólo seguimos caminando porque no nos queda otra? Tuve un par de muertes en mi vida, pero si hoy me veo reflejada en un espejo me veo más viva que nunca. Tal vez con la mirada un poco más cansada, pero a su vez se ha vuelto más transparente, más receptiva, más sensible.
Dentro de no mucho tiempo habrá pasado un año desde que tiré mi última gran mochila. Aquella que venía planeando y armando perfectamente toda mi vida. Aquella que se suponía me acompañaría toda la vida. Una mochila llena de responsabilidades, éxitos y grandes sueños y promesas. Y después de muchas noches de pensar y repensarla, un día decidí deshacerme de ella porque ya simplemente no me representaba.
Para muchos, o mejor dicho para todos, fue un shock. Incluso aquellos pocos que pensé que me comprenderían fueron sorprendidos por mi repentina (o no tan repentina) decisión de salirme del sistema (o de uno de muchos sistemas). Muchas lágrimas cayeron, un gran vacío fue formándose en mí, una voz que me repetía una y otra vez que había fracasado, pero en el momento que me di cuenta de la decisión que había tomado me sentí libre. Libre de ser quien quiero ser, de hacer lo que quiero hacer, y encontrar aquello que aún no pude encontrar en mí. Por primera vez en mucho tiempo volví a respirar sin dificultad, a sentir los latidos de mi corazón. Por primera vez en mucho tiempo me detuve y pude disfrutar de lo que es ver el sol todos los días, respirar el aire, sentir el viento y pude ver cuán muerta había estado durante tanto tiempo.
No es que asocio la responsabilidad con el encierro, ni la libertad con la vagancia. Para mí, el encierro es simplemente todo aquello que uno hace por obligación o presión o miedo, mientras que la libertad representa aquello que somos, la esencia que nos va guiando por lo correcto y nos aleja de lo incorrecto.
En mi caso el encierro significó seguir un camino únicamente para ser “alguien”, o mejor dicho, representar el papel de un “alguien”. Vivía día y noche fingiendo ser alguien que no era, viviendo una vida de un desconocido, haciendo y armando cosas que no me representaban. Y mientras mi imagen externa iba cumpliendo los deseos de aquellos que me rodeaban, dentro mío me iba perdiendo cada vez más tras consejos sin sentido. Cada día era una cadena más que me aferraba al piso, anclándome a una vida que no quería para mí.
El día que decidí hacer un alto fue el día que le abrí las puertas a la libertad para enseñarme a vivir de otra forma. Fue el día que me despedí de todas las viejas estructuras que me mantenían corriendo ciega hacia el abismo. Fue también el día de mi muerte, o de mi renacimiento. Junto con el abandono de la mochila vino la libertad, aquella que hasta el día de hoy me esta enseñando lo que realmente necesito para mi crecimiento. Que diste mucho de lo que otros creen necesario para el aprendizaje no me impide seguir buscando mi propio camino.
Creo que lo primero que aprendí fue escuchar a mi corazón antes que a los razonamientos mentales de terceros. Me habré peleado, habré llorado, me habré criticado demasiadas horas para aprender que mi corazón es el mejor maestro y que no importa cuánto intentemos luchar contra él, al final es el único que nuevamente nos muestra el camino después de habernos perdido.
El hecho concreto es que dejé esa mochila hace ya un tiempito. Cada tanto vuelvo la mirada atrás para asegurarme que realmente ya no está, ya que el cuerpo parece haberse acostumbrado un poco al peso de aquella responsabilidad, y se siente extraño poder andar por la vida sin el ceño fruncido. Pero aún cuando miro hacia atrás solamente puedo ver el sol sonriéndome o el viento empujándome hacia delante.
El plan de vida que me había armado se perdió junto con esa vieja mochila. Todo aquello que pude haber sido quedo atrás, dando lugar a lo que realmente soy. No en el futuro, sino en el presente. A veces me pongo a pensar que si hubiese seguido cargando aquel peso, habría vivido únicamente para mi yo del futuro, perdiéndome completamente de mi yo presente. Y vivir una vida armando una vida futura nunca fue mi idea, y tuve que golpearme fuerte la cabeza contra la pared para darme cuenta que así no iba a ningún lado. Hoy en día creo haber alcanzado el punto en el que logro disfrutar de cada día presente. Por eso los días se me hacen largos a pesar de que en realidad sea todo lo contrario. Hace un año ya que no hay un tiempo marcado para mí, sino que mi tiempo es dado por los latidos de mi corazón que a su vez armonizan con el tiempo de la naturaleza.
Hoy miro al espejo y veo una persona perdida, sin rumbo, fuera de cualquier estructura o sistema, pero por primera vez en mucho tiempo puedo reconocerme a mí misma en esa mirada. Sé que cuando sonrío, sonrío porque lo siento y que cuando miro algo, realmente veo.
Seguramente tendré que chocarme aún contra muchas rocas, ramas, y muros en mi camino que me harán detenerme o retroceder. Pero confío en que mi corazón sabrá marcar el camino hacia la libertad así como hasta el día de hoy siempre supo lo que era lo mejor para mí.
Hoy ya no tengo una idea de quién soy, a dónde voy, qué me define. Pero sé que estoy bien, sé que soy yo (sin importar quién es ese yo) y que no importa cuántas lágrimas tengan que correr, ni cuántas peleas tenga que enfrentar, habré elegido mi propio camino.
Miro a la gente con otros ojos, como si viera todo desde otra perspectiva. Y canto cuando tengo ganas de cantar, y sonrío cuando estoy feliz. Y cada vez que tengo que decir “gracias”, es porque realmente lo siento y vivo esa palabra en el fondo del alma. Saber que puedo amar y dar todo de mí sin importar el qué ni el cómo se siente a libertad, a estabilidad, a sana locura. Caminar sin rumbo sabiendo que estoy en el mejor camino me permite seguir intentándolo cada día con mi mejor esfuerzo. Puedo disfrutar de cada instante ya que solamente vivo en este mismo instante.
Y así algún dia retomaré mi rumbo, y sabré exactamente lo que tengo que hacer, cuándo y cómo. Lo sabré porque habré aprendido a confiar plenamente en mi corazón, y no en la ilusión de la mente y la vida.