Me dieron todo para ser feliz.
Tuve una familia, grandes amigos, verdaderos amores. Vi muchos lugares, culturas diferentes. Viví lo que pocos vivieron y aprendí a valorar cada momento.
Pero nada puede quitar el placer que siento cuando mi sangre corre por el brazo. Lentamente, con ese calor abrasador que acaricia mi piel. Ese líquido tan valioso que todos quieren tener pero pocos aprecian.
Me tomo el tiempo para ver cómo aquella pintura roja oscurece el suelo y lo hace aún más bello. Con mis dedos dibujo formas sin sentido mientras el tiempo va perdiendo importancia. Tomo aquel acero tan familiar, metal frío de color puro y que tan bien me conoce. Y quiero sentir nuevamente ese placer. Mi brazo ya no me pertenece y se mueve con voluntad propia, tomando ese objeto frío sin vida y haciéndolo uno con mi ser. Disfruto viendo cómo se desplaza armonioso por la piel, ansiosa de ser liberada del dolor que siente.
El mismo movimiento, una y otra vez hasta que las fuerzas me abandonan y me dejo caer bañada en mi propia sangre. Siento cómo va buscando el camino fuera de mi cuerpo. Busca alejarse de mí, igual que mi alma.
Sigo observando mi cuerpo, mi brazo, ese espectáculo de sangre brotando violentamente mientras mi vida se va apagando lentamente. Sigo el curso que va tomando el espeso líquido hasta que se une con el resto de su misma existencia.
Mi alma llora mientras mi cuerpo ríe.
Yo ya no soy yo, yo ya no soy nada. El tiempo corre pero yo no lo percibo.
Me libero de toda atadura, de la jaula de la vida. El calor me abraza, me mima, me hace sentir segura, me tranquiliza.
El mundo que siga, yo me quedo en mi pasión, en mi mundo que sólo yo conozco. Mi sangre, mi vida. Lo único que realmente es mío. Te dejo en libertad, también a vos, vida mía. Vuela hacia lo alto y ya no vuelvas más.
Sentada en el rincón, en esa oscuridad material, pero ya libre de todo dolor, sé que tuve todo para ser feliz pero se olvidaron de darme lo más importante, que es una razón para vivir.
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