Había dejado de cuestionar a Dios y a la vida. Demasiado tiempo había pasado sin encontrar respuesta alguna a sus preguntas. Había suplicado, gritado, llorado, se había desesperado hasta tal punto de pensar en darle un fin a todo su dolor, su sufrimiento.
Los días iban y venían, y cada vez le parecían más cortos. Intentaba aferrarse a ellos, no dejarlos ir. Con miedo y dolor aceptaba la llegada de la noche, con alegría la venida de un nuevo amanecer. Las noches se le hacían eternas. Con suerte lograba conciliar el sueño. Y cuando lo hacía, soñaba. Había comenzado a soñar con su infancia, con su adolescencia. Aquellos momentos que había vivido sin mayores preocupaciones. Qué gran vida que había tenido! Demasiadas veces se había quejado. Hoy, daría todo para regresar a aquellos días y vivir a pleno cada minuto.
Pero también sabía, que el tiempo no volvería atrás ni la esperaría. Se preguntaba si acaso ya había cumplido con su rol en esta vida pero lo dudaba seriamente ya que aun era demasiado joven y no había hecho nada de gran valor. Uno pensaría que para morir, por lo menos debería haberle dejado algo al mundo. Hijos no tenía aún, y nunca los tendría. Tal vez hubiese deseado tenerlos, dentro de un par de años, pero ya no pasaría. Hermanos no tenía ni le preocupaba demasiado tenerlos o no. Su padre había muerto años atrás, y aunque hubiese seguido vivo, a ella le daría lo mismo. Su relación nunca había llegado a mayores. Él la había abandonado, ella lo había buscado y había sido rechazada más de una vez. Su madre, a pesar de tener sus fallas como toda persona, siempre la había sabido cuidar bien y ahora así le devolvía el favor.
Se preguntaba quién se acordaría de ella dentro de un par de años. Obviamente tenía personas que la querían, que la habían acompañado durante antes. Tenía también personas que la amaban, que la deseaban. Ella, niña mimada por todos, los quería, a cada uno como era. Pero a pesar de confiar tanto en la gente que la rodeaba se preguntaba si alguno de ellos se acordaría de ella. Tal vez un par de años, décadas, pero la memoria humana es más corta de lo que a veces pensamos. De todos modos, ella no se los recriminaría.
Se sentía un poco sola. No podía decir que no tenía compañía, pero nada lograba llenarle el vacío de su alma. Su vida ya no era comprensible para sus seres queridos. Ella ya no era igual a ellos. Se sentía diferente. Por más que agradecía los gestos, cada vez se cansaba más de las falsas sonrisas de las personas, de las miradas llenas de lástima y dolor disimulado. Nadie le decía realmente lo que pensaba, nadie le hablaba seriamente. Buscaban hacer que piense en “otras cosas”. Qué cosas?, pensaba ella. Ya no le quedaba nada en que pensar.
Cuando llovía, sus lágrimas se mezclaban con la lluvia. Ella, inmóvil frente a la ventana, esperando el próximo dolor. Su cuerpo le era desconocido pero seguía siendo suyo y sabía muy bien cuándo volvería a dolerle. Cuando subía escaleras, se mareaba y se quedaba sentada en los escalones, sin decir palabra, hasta que alguien la encontraba y le ayudaba o hasta que lograba juntar la fuerza necesaria de seguir subiendo. El día que se cayó por primera vez, decidieron trasladarle la cama a la planta de abajo.
Le habían dicho que le quedaban unos 6 meses si el tratamiento mostraba efectos positivos. Ella sabía muy bien que no llegaría a los 6 meses. Su madre seguía confiando en que lograría salvarse. Iba a misa todos los días y se quedaba horas después, rezando, suplicando, igual que ella había hecho en su momento. Su madre por momentos se desesperaba porque ella no le ponía suficiente voluntad. Le decía que dios sólo no podría salvarla, que si ella no ayudaba con su actitud nunca se curaría. Pobre mama, pensaba ella. Le hubiese gustado darle más esperanzas, pero ya se había cansado de fingir.
Había tomado la decisión de abandonar el tratamiento. En cuanto empezaron a caérsele los primeros mechones, sintió una repulsión terrible y había llorado hasta quedarse sin aire. Aún le dolían las manos de los golpes que le había dado a las paredes, a las sillas, mesas. No entendía cómo no se había quebrado. Ni para pegarle bien a las paredes tenía fuerza. De todos modos, ese había sido el día en el que había decidido dejar el tratamiento. La vida que le quedaba le era demasiado valiosa como para sufrirla de tal manera los pocos meses que le quedaban, si es que realmente eran meses y no semanas.
Cuánto dolor sentía. Había tenido tantos sueños para su futuro, y ninguno llegaría a cumplirse. Pero ya ni eso tenía importancia para ella.
Estaba harta de los remedios, de lo mal que la hacían sentir. Sentía que su cuerpo se movía únicamente gracias a aquellas pastillas, y cuando dejaba de tomarlas, volvía aquel dolor insoportable que la dejaba postrada en cama. Pero tomándolas, sentía náuseas y vomitaba y se sentía peor y en esos momentos prefería sentir el dolor corporal antes que aquellos mareos insoportables.
Lo peor de todo era ver sufrir a su gente querida. Todos se esforzaban en ayudar, en acompañarla como habían hecho siempre pero por más que intentaban, no podían ocultar su sufrimiento. No sabía si en los ojos de los demás veía reflejada su propia muerte o si sólo era su imaginación, pero por lo menos había algo en la mirada de ellos que la hacían parecer aún más muerta de lo que ya se sentía. Los días pasaban y veía su cuerpo desaparecer. Su hambre iba disminuyendo con el paso del tiempo, sus vómitos y náuseas se hacían costumbre. Pensar en caminar ya la cansaba, ducharse sola ya le era imposible. Usualmente su madre le ayudaba meterse en la bañadera, y con una paciencia indescriptible, la bañaba mientras de ambas caían lágrimas al vacío.
Había llegado al punto en el que ya no quería seguir más. Había aguantado día a día, pacientemente, que el tiempo transcurriera. Ya nada podía hacerse. Su voluntad se había extinguido por completo. Ya no se podía levantar de la cama, no distinguía entre frío y calor, no podía ni quería comer.
Cuando ya sentía que faltaba poco, volvió una pequeña chispa a su corazón. No se atrevía a llamarla esperanza, pero sí tal vez, un poco de fe. Sentía que había algo que sí podía hacer. Quería limpiar su cuerpo antes de partir. Yendo en contra de lo que su madre y sus médicos querían, dejó de tomar las pastillas. Con una fuerza de voluntad que todos se preguntaban de dónde la sacaba, negaba con firmeza cualquier intento de ayuda médica. Nada volvería a entrar a su cuerpo porque nada de eso podía hacerle bien. Nunca lo habían hecho, pero hoy lo sentía más que nunca. Los médicos entendieron que no podían hacer nada contra aquel deseo de la paciente. Calmados, intentaban hacer entender a la madre que su trabajo ya estaba hecho, y que sólo quedaba acompañarla en su último trayecto. La madre, loca de angustia y dolor, visitaba varias veces al día la capilla del hospital, ya no para pedir que la salve, sino para pedirle que la cuide y la acompañe cuando ella ya no fuese capaz de hacerlo.
Los últimos tres días ella permaneció la mayor parte del tiempo inconciente. Despertaba de a ratos cortos, a veces no más que minutos para volver a dormir por varias horas. El dolor se le marcaba en la cara, en los brazos, en las manos, en cada parte de su cuerpo, tan débil de los meses pasados. Su madre, que se había traído la cruz de los franciscanos de casa y la había puesto en la mesita de luz, ya no se apartaba de su hija. Le acariciaba la mano, la frente, el pelo, mientras le susurraba al oído palabras que sólo una madre sabe darle a su hija.
A la mañana del tercer día, cuando los primeros rayos del sol entraban por la ventana y el mundo aún yacía en paz, ella abrió los ojos por última vez. Ya no sentía dolor, ni sufrimiento, ni miedo. Miró a su dormida madre en silencio, la miró largo rato, con ojos llenos de cariño y amor. Después vio la luz del amanecer y por primera vez en mucho tiempo sintió la necesidad de sonreír. Al fin había encontrado su respuesta. La respuesta que la vida le había dado.
Y así, mientras afuera los rayos del amanecer indicaban la llegada de un nuevo día, su luz lentamente se extinguió. Ya no volvería a sufrir así, por lo menos no en esta vida.
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