Y como si fuera poco, nos miramos los unos a
los otros como extraños. Compartiendo el mismo mundo, siguiendo las mismas
huellas una y otra vez, pero no nos conocemos, no nos damos cuenta que nosotros
somos nuestro propio reflejo. Allí donde los suspiros se vuelven cantos, donde
el respirar se hace ligero, donde el cuerpo se vuelve liviano y ya no
necesitamos luchar para sobrevivir, ya no necesitamos manejar estas materias
tan sucias, pesadas, que nos causan dolor.
Vivimos con el alma, con aquello que siempre
está y que siempre se percibe, pero que pocos se animan a buscar. Es como si
todos supieran que hay una cierta verdad conocida por todos y siendo la misma
para todos, pero sin embargo luchan día a día para demostrar de alguna forma lo
contrario. Nos volvemos a tirar una y otra vez al mismo mar, nos volvemos a
ahogar, pero nos tiramos de nuevo, creyendo que esta vez no nos ahogaremos,
pero…como no aprendemos, nos ahogamos en el mismo mar de lágrimas, de sudor, de
sufrimiento constante.
Es nuestro mar, creado por nosotros mismos,
por nuestros miedos. Y los remolinos nos tiran hacia abajo. Por más que
nosotros nos tiramos y estábamos convencidos que lograríamos vencer, al vernos
siendo tironeados hacia abajo, desesperadamente nos aferramos a la luz, queremos
salir, queremos gritar, pero nos ahogamos aún más. Nos preguntamos por qué nos
tiramos, por qué nos creíamos más fuerte de lo que somos. Pero ya es tarde, ya
caímos de nuevo. Y ahora hay que luchar con todas nuestras fuerzas para salir
del remolino y volver a subir, volver a respirar, volver a ver la luz del día.
Pero…ya no tenemos fuerzas. Las gastamos cada vez que nos volvimos a tirar.
Esta vez nos ahogaremos en serio, y no sabemos si tendremos otra oportunidad.
Y de repente, en medio de nuestra lucha, logramos
percibir a lo lejos una silueta. Sí, no nos equivocamos. Allá vemos a alguien,
que está nadando bajo mar, que se está divirtiendo en este mar de lágrimas, sin
sufrir. No hay remolino que lo tironee. No hay nada que lo perturbe. Ya llegará
su turno, pensamos. Pero no, de repente lo vemos ascender. Sí, está ascendiendo
a la luz. Y se impulsa, y salta, y gira en el aire, grita de felicidad, y
vuelve a caer dentro del mar, riéndose. Fue nuestra imaginación, pensamos. Pero
no, nuevamente hace lo mismo. Y de a poco empezamos a divertirnos con él. Verlo
nos alegra, nos perdemos en su tranquilidad, en su serenidad.
Pero de repente otro tirón. Nos hemos olvidado
que seguimos en el remolino. Y seguimos descendiendo, y nos vuelve la sensación
de ahogo. Pero no podemos poner más resistencia. Desesperadamente queremos
gritar, llorar, nuestras lágrimas de desesperación se funden nuevamente con el
mar de dolor. Ya formamos parte de él, ya no hay nada que hacer. Estiramos
nuestra mano en un último intento de salvación. Le rogamos a aquella libre
silueta que nos ayude, una sola vez más. Hemos aprendido. Ya no queremos volver
a saltar dentro del mar. Demasiadas veces lo hemos hecho en nuestra ingenua
ignorancia, creyendo que podríamos vencer. Esta vez queremos sinceramente
regresar a casa y no volver nunca más a esta terrible profundidad.
Nuestro pensamiento ya sólo se dirige en una
dirección. No podemos hablar, ni gritar, ni esforzarnos. Nuestra mano, el
brazo, el cuerpo entero ya no se tensionan y se aflojan. Por favor, rogamos.
Por favor. Ayúdame.
De repente sentimos una leve presión en
nuestra mano. Con un último esfuerzo abrimos nuestros ojos y miramos hacia
arriba. Ahí está, sonriéndonos, tomándonos de la mano. El remolino cesa, parece
desvanecerse dentro del mismo mar. Nos sorprendemos de la facilidad con la que
todo se disipa, se vuelve silencioso, claro. La silueta nos está elevando poco
a poco, sentimos que estamos ascendiendo. Nos tranquilizamos, porque al fin
saldremos de este infierno de mar. Veremos el cielo, la luz del sol,
regresaremos a casa.
Pero nos suelta. Así de la nada, como si lo
hubiese planeado, nos suelta la mano. Y sentimos que nuevamente volvemos a
hundirnos lentamente. No podemos reaccionar, nuestro cuerpo no responde.
Miramos a la silueta que nos mira, y sólo sonríe. Pero de repente se vuelve
transparente, parece fundirse con el mar, la sonrisa se estira, parece
deformarse, se vuelve amplia, toda la silueta se amplía, se expande, hasta que
allí ya no hay nada, nadie, tan sólo mar y más mar, agua por todos lados. Cómo
puede ser, nos preguntamos. Allí había alguien, y ya no está. Pero no, al mirar
bien nos damos cuenta que nunca hubo nadie allí. No era una silueta. Fue
nuestra imaginación.
Y mientras pensamos, seguimos hundiéndonos
lentamente.
En cualquier momento vendrá nuevamente el
remolino, pensamos. Pero pasa el tiempo y no viene. Nosotros inmóviles,
lentamente hundiéndonos. Tenemos miedo de movernos y que nos descubran y
vuelvan a atacarnos. Pero nadie viene. Nadie nos tironea hacia abajo. Tan sólo
estamos hundiéndonos porque no nos estamos moviendo, no estamos esforzándonos
en subir. Lentamente movemos nuestro cuerpo y sentimos un dolor intenso en todo
el cuerpo como si estuviera herido de tantas batallas. Tantas veces nos
golpeamos, nos exigimos de más, sufrimos, sangramos, y ahora tan sólo quedan
las marcas de aquellas batallas perdidas. Pero el cuerpo aún se mueve. Y
sentimos que ya no nos hundimos sino que flotamos.
No, estamos nadando. Podemos nadar en el mar.
Ya que podemos nadar, queremos ascender, queremos irnos de ese lugar espantoso,
así que comenzamos a ascender y ascender. Vemos que por encima nuestro está la
luz del sol que nos espera. El aire puro que entrará en nuestros pulmones y nos
llenará de alegría y paz. Y así sonriendo seguimos ascendiendo hacia la luz.
Poco a poco nos cansamos, pero ya nada importa porque el fin último está cerca
y no pararemos hasta no alcanzarlo.
Pero pasa el tiempo y seguimos ascendiendo y
no parece haber fin, la superficie no llega. No podremos habernos hundido
tanto, pensamos, hace rato que tendríamos que haber llegado. Pero a medida que
ascendemos, el mar se vuelve más cálido, así que nos sentimos bien porque
sabemos que tan mal no podemos estar. Ascendemos y ascendemos, por momentos nos
cansamos y nos dejamos estar y sentimos cómo flotamos, hasta recobrar nuestras
fuerzas y seguir ascendiendo.
Y poco a poco vamos olvidando a dónde
queríamos llegar, por qué razón ascendemos con tanto énfasis. Y lentamente el
mar ya no parece afectarnos, ya no parece ponernos ninguna resistencia. Es como
si no existiera diferencia entre el mar y nosotros, porque si la hubiera,
sentiríamos la resistencia de una materia oponiéndose a la otra.
Miramos alrededor y no vemos nada más que una
vasta infinidad de mar, mar, mar, por todos lados. Sentimos que nos estamos
perdiendo y empezamos a dudar de nuestra propia existencia. Queremos
asegurarnos que aún somos nosotros mismos, que aún estamos, y que existimos y
que estamos ascendiendo. Así que bajamos la mirada para ver nuestro cuerpo y
con horror descubrimos que no vemos nada. Todo mar.
Buscamos nuestras manos, nuestros brazos,
nuestro cuerpo, pero no vemos nada. Queremos tocar nuestro cuerpo, nuestros
rasgos, sentirnos, pero no logramos hacer contacto con nada. Desesperadamente
comenzamos a dar vueltas, a mirar hacia todos lados. Miramos hacia arriba y
vemos la luz, miramos hacia abajo y vemos luz. Hacia los costados, luz.
Luz, mar, ni un sonido, ni una sombra, ni un
solo cuerpo. Cómo puede haber luz abajo, pensamos, si venimos de allí y no la
había. Dónde están los remolinos, pensamos, y dónde la superficie tan deseada. Este
se suponía que era el mar del sufrimiento, y afuera, arriba estaba la
felicidad, nuestro hogar. Si nosotros veníamos de ahí, por qué no lograríamos regresar.
Ya no ascendemos, porque no hay hacia dónde
ascender ni con qué ascender. Miramos a lo lejos pero ya no sabemos hacia dónde
miramos, si estamos mirando hacia lo lejos, o si estamos viéndonos a nosotros
mismos. Ya no sabemos si somos un minúsculo punto en medio de la vasta
infinidad, o si somos la infinidad. Ya no sentimos un cuerpo, una separación.
Extrañamente ya no queremos ascender porque no
vemos la necesidad de hacerlo. No hay nada a dónde llegar, porque ya hemos
llegado, y siempre hemos estado allí. Todo lo que creíamos haber visto en la
superficie, todo lo que recordábamos, todo lo que ansiábamos, nunca había
existido. Era todo una mera ilusión, un engaño. Siempre habíamos estado en ese
mar, desde un comienzo. Y el mar del sufrimiento no estaba compuesto de
lágrimas. Eran nuestras propias lágrimas, nuestros propios remolinos. Nosotros
habíamos sido los remolinos, nosotros nos habíamos lastimado, nosotros habíamos
buscado luchar contra lo que no existía ni existió nunca. Habíamos imaginado y creado
un dolor que no existía. Creíamos ascender, sin darnos cuenta que en la
infinidad no hay necesidad de ascender porque ya estamos arriba, porque somos
todo, y no existe ni el arriba ni el abajo.
Nosotros somos y siempre habíamos sido el mar.
Nos acordamos de la extraña silueta, aquella
última esperanza nuestra. Nos habíamos aferrado a ella con nuestras últimas
fuerzas. Había sido nuestra salvadora, o al menos eso creíamos en ese entonces.
Pero la silueta no era nada más que el mismo mar y siempre había sido mar y
había estado allí. Tan sólo necesitábamos ver algo o a alguien para poder
creer. Necesitábamos la prueba de que alguien más nos salvaba, siendo incapaz
de imaginarnos que nosotros mismos podíamos hacerlo. Pero lo habíamos logrado.
El mar ya no es mar. Se vuelve cada vez más
claro, se desvanece por la intensa luz. Y el mar de lágrimas se convierte en un
mar de luz. Siempre fue luz, tan sólo necesitábamos creer que era otra cosa.
Reconocemos en nosotros mismos la silueta,
moviéndose libremente en la infinidad y fundiéndonos en ella. Y ya no pensamos,
porque no hay pensamiento. No hay nada que no seamos. Ya nada hay en el todo, tan sólo el
todo que lo abarca todo. Es y siempre ha sido todo.
El mar de ilusiones se ha desvanecido, y ya no
hay un “nosotros”.
Felicidad, amor, qué más da?
Lo somos todo, si tan sólo queremos serlo.
Yo quiero serlo.